. ¡Cuál no fue mi asombro al ver a Gabriel descendiendo la
escalinata, con los ojos fijos como si estuviera en un trance! Me aterró aún
más de lo que pudiera haberlo hecho un fantasma. ¿Podía creer en mis sentidos?
¿Podía tratarse de Gabriel? Simplemente no era capaz de moverme. Gabriel,
envuelto en su largo camisón blanco, bajó las escaleras y empujó la puerta. La
dejó abierta. Vardelek seguía tocando, pero hablaba mientras lo hacía.
–Nie umien wyrazic jak ciehie hocham
–dijo ahora en polaco–. Mi amor, me alegraría complacerte; pero tu vida es mi
vida, y yo debo vivir, yo que más bien muero. ¿Dios no tendrá piedad alguna de
mí? ¡Oh! ¡Oh, vida! ¡Oh, tortura de la vida!
Aquí hizo tronar un acorde agónico y
extraño, luego continuó tocando suavemente.
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